Apostillas de la Vida Cotidiana
Quique y el Sueño de los Héroes

Por @Nuwanda
Casi la mitad de mi vida, o lo que llevo vivida, mi viejo tuvo un mismo trabajo: el campo. Allá, en el pueblo, él nació entre máquinas y tractores, entre cosechadoras, semillas y dependencia del clima.
De grande el destino lo guió por el mismo camino y cuando pudo irse de la casa de su padre, ya con el anillo que lo ligaba a mi madre en su mano izquierda, el campo continúo siendo su sostén. El de todos.
En tiempo de cosecha era verlo, o acaso saber que se iba, a la mañana temprano y verlo llegar a la noche, con la cara toda sucia, las manos curtidas y ásperas, con grasa y polvo. La gorra de “Dekalb”, blanca, con la cremallera de plásticos y botones, el choclo atravesado en amarillo desgatado y la visera ancha y plana.
Lavarse las manos en el lavadero para no ensuciar, donde mi vieja le tenia el potesito preparado de arena y jabón en polvo mezclado para que en un solo fregar sus manos volvieran a quedar límpidas y blancas. Sentarse a la mesa y comer.
Eso las veces en que todo salía dentro de lo previsto. Un error de calculo, una maleza mal curada, una falla de el Jonn Deere o, peor aun, un retraso mecánico en la Deutz Fahr color naranja que pusiera en peligro los tiempos exactos para levantar la cosecha eran detonador suficiente para que el humor se ausentase y la comida pasar a cuenta gotas por una garganta semicerrada producto de un silencio sepulcral que acompañaba todo el ritual de la comida esa noche.
Nunca tuvimos campo propio, o capaz si, pero no que recuerde. Siempre prestaba sus servicios para otros dueños de largas hectáreas que carecían de maquinaría y alquilaban el campo a porcentaje para cuando se cosechara. Una especie de comodato. Ganamos si se cosechaba, perdíamos si el barba tiraba un granizo imprevisto y chau siembra.
Uno de los terratenientes fue un hombre capitalino que llamamos siempre por su apodo “Quique”. El llamado de él era excusa suficiente para dejar lo que uno hacía y correr a avisarle. Por temporada el hombre viajaba en el pueblo y era como, en una analogía a la Ciudad, la llegada del Gerente General de la Empresa a nuestro escritorio. Había que rendir cuentas, mostrar el campo y demás menesteres.
Tenía una casa a las afueras del pueblo, una casa rodeada de unas de sus tantas hectáreas, con parque enorme (y eso que en el pueblo todos tenemos parque), pero este se tenía que mantener con cortadora de césped a motor. En el medio una pileta que disfrutábamos del verano, cuando venía de paseo con su familia y eramos invitados también.
Quique era un hombre bueno, al menos eso parecía. Nunca oí a mi padre hablar mal de él o cuestionar algo al respecto. Y no sólo por respeto del quien sería el proveedor de la fuente de laburo, porque podría en la soledad del pueblo tirar alguna maldición o comentario. Nada. Nada que valga la pena como para decir que era un mal tipo. La familia también era de su misma conducta. Sus hijos, las novias o esposas de éstos e inclusos sus nietos.
Lo cierto es que para un cumpleaños Quique se apareció con un regalo que fue interesante para mi: Un libro. Fue el primer ser humano que me regaló un libro. Siempre hubo cuentos y revistas en casa, incluso libros, pero nadie me los había regalado directamente a mi. Un libro de grandes. Sin dibujos, ni ilustraciones: Únicamente letras. La tapa azul en donde una pareja semidesnuda se besaba. Inmersos en lo que parecía un gran lago o rió u océano. “El sueños de los Héroes”, de un autor que leía por primera vez en mi vida, un tal Adolfo Bioy Casares (no sabía ni donde acentuar el apellido del tipo).
Lo intente leer una, dos, tres, cinco veces en ese mes y no podía pasar de la primera página. Lo único que sabía (y de memoria podría decir) es que “A lo largo de tres días y de tres noches del carnaval de 1927 la vida de Emilio Gauna logró su primera y misteriosa culminación. Que alguien haya previsto el terrible término acordado y, desde lejos, haya alterado el fluir de los acontecimientos, es un punto difícil de resolver. Por cierto, una solución que señalara a un oscuro demiurgo como autor de los hechos que la pobre y presurosa inteligencia humana vagamente atribuye al destino, más que una luz nueva añadiría un problema nuevo. Lo que Gauna entrevió hacia el final de la tercera noche llegó a ser para él como un ansiado objeto mágico, obtenido y perdido en una prodigiosa aventura. Indagar esa experiencia, recuperarla, fue en los años inmediatos la conversada tarea que tanto lo desacreditó ante los amigos”.
Pasaron meses, un año, luego dos, y no quiero mentir estimado lector, pero creo que entre cinco u ocho años en que el libro permaneció, en silencio, apoyado en la biblioteca junto a otras obras que se iban sumando y tenían el privilegio de haber sidos consumidas de punta a punta por mi curiosidad literaria.
Un día, no se como ni porque, ni cuando fue ese día, tome el libro y releí lo que ya sabia. Que Gauna, que era Carnaval, que algo sucedió en esa semana, que los amigos y Larsen y el trabajo en el taller de Lambruschini.
Poco a poco, renglón tras renglón, las paginas esta vez se sucedían. Leí una, y otra, y otra y otra. El libro por fin se apoderaba de mi, la historia que nunca pude seguir ahora estaba entrando en mi ser y no me dejaba soltarlo. La magia literaria de Bioy Casares hacia carne en mi y lo disfrutaba. Me apasionaba.
Fue entonces que en una o dos noches de largas lecturas pude terminar de conocer lo que le pasaba a Gauna en “El Sueño de los Héroes”. Pude recorrer esas noches de carnaval de una Buenos Aires que aun estaba distante de ser mi destino. Una ciudad que estaba en los libros y en los relatos de mi abuelo y no en la rutina diaria de mi presente. Un libro que nunca deje de amar.
Fue Quique, el hombre de la ciudad, el que un día acaso sin saber porque me hizo uno de los regalos más maravillosos que jamas tuve.